Volver a los 17...
Realmente nunca le presté mayor atención a Violeta Parra cuando canta, así que no sé que más dice la canción después de "vivir un siglo". Lo que sí sé, es que en realidad, la frase la uso como una suerte de marcador de etapa.
Dios me libre de volver a esa época de la vida, no porque no haya sido feliz ni mucho menos, sino porque la viví con el realismo de saber que esas son las verdaderas vacaciones en la historia de una persona.
Entre que se nace y completa la niñez todo es trabajo. Aprender a comer, a caminar, a no hacerse encima, a hablar, escribir, trepar árboles, andar en bici, que los chicos fueron hechos para que nos gusten y nos hagan sufrir, que las amigas hay que saber elegirlas, que los enemigos hay que saber ganarlos, en fin, mucho laburo.
Después entre los 20 y la tumba, todo es laburo otra vez. La carrera, el trabajo per se, los cambios de laburo, las parejas, los divorcios, los cuernos, los hijos, los parientes que envejecen y los que se reproducen, las mudanzas, los amigos que se van, los enemigos que se van, las mascotas, la limpieza, la dieta, el gym, los electrodomésticos, la prepaga y la AFJP.
En cambio, la adolescencia, en mi caso, fue un período de vacaciones. No tenía que hacer nada para que todo estuviera, just fine.
El colegio era un trámite donde encima me divertía. Inglés era una pasión. La vacaciones duraban tres meses. El laburo era algo que hacía porque además de encantarme y alegrarme me dajaba muchos morlacos. La noche era eterna.
Los amores fugaces y las pasiones eternas. Todas las motos eran grandes (yo era muy resumidita hasta los 15). Todos los hombres eran mayores de edad y enormes de tamaño. Todos los hermanitos ajenos eran mis sobrinos (recuerden que soy tía desde los 13). Todas las bandas de rock vinieron a Argentina. Todos los mares eran dulces y el río Uruguay más dulce todavía.
Las cuchillas entrerrianas supieron tener más filo que el bisturí del cirujano que me operó de apéndice y perder la virginidad fue sólo un paso hacia ganar experiencia. Una mesa, algunas sillas, unos tragos y 1 m2 eran un boliche en sí. La Capital en auto era una odisea al espacio sideral y el make up no era para corregir imperfecciones sino para hacer peso en el DNI y que te dejaran entrar.
El teléfono era el medio de comunicación más rápido y eficiente y todas las tardes tenían siesta. La cera se convertía en uno de los males más necesarios y dominar los rulos era una tarea hercúlea. Una piola con una arandelita de lata eran símbolo de fidelidad eterna, mientras durara la noche y la primera borrachera una anécdota que podía ser contada un mes seguido.
Durante los 5 años que duró ese feriado, yo en particular, terminé de formar mi personalidad. De saber que no hay fidelidad más digna que la de abulonarme a mis propios principios, que no están nada mal. Que para juzgar a alguien hay que poder pararse sobre la pila de palos y echar el fósforo a la propia hoguera primero.
Experimenté con casi todo y definí cuáles serían mis vicios (lamentablmente). Comencé mi largo idilio con el calzado. Fui presentada con las crisálidas gástricas ( conocí las mariposas en la panza bah). Y entendí que los pocos NO de mi vieja, eran irrefutables.
Hoy, década y lustro después, me embarga la emoción cada vez que, un perfume me recuerda al verano de actividad recreativa completa, que un cacharro de arcilla me pone frente al puesto de un artesano de plaza para comprarles souvenirs a mi familia. Una foto de revista de moda recién impresa, me trae polaroids de mis tops a pintas y remeronas a rayas. Un boca entre morada y lacre refracta destellos de bola de espejos y a los dos segundos desaparece tras una cortina de humo, y último pero no menos importante, cada vez que un bicho entre polilla y águila, surca rápido el firmamento de mi estómago, sin que yo pueda hacer algo para atraparlo o tentarlo a que regrese.
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